jueves, 28 de abril de 2016

Praiano de Nápoles

 Salimos de la ciudad camino de la costa en taxi,  pues preferimos condujera un experto en curvas italianas (que no las de la Loren) e hicimos muy bien, porque,  además de disfrutar tan panchos  los dos de un  paisaje alucinante  en medio de una conducción de riesgo, dimos con un tipo encantador, Josepe, un taxista amante de su oficio, charlador y cantarín,  napolitano, con el que acabé cantando a dúo napolitanas. Cuatro hijos...pegado al volante porque había que mantener una familia ya con nietos. El hijo mayor taxista y la hija casada con un director de banco-lo dijo bien ufano- pero los dos más chicos en paro le traían preocupado. 
 La riqueza del sur está  en que las penas se quitan a base de disfrutar de la vida en lo que nos va dando, y daba un día espléndido con dos turistas bien majos. Hablaba y hablaba Josepe con ese acento marcado y esos gestos de vez en cuando. Quedamos en que volvería a buscarnos.

Y llegamos a un hotel de los setenta, renovado y a punto, con el encanto de su jardín-en vertical, no hay más espacio- y las delicias de  aquellas balconadas enormes sobre el mar y el  acantilado, con aquellas mesitas blancas de manteles a flores delicadas y alegres y aquellas tumbonas y sillas, donde desayunábamos pensando que nunca lo habíamos hecho en un lugar tan mágico.
Estar en la habitación era ver y ver el mar y las barquillas, pocas, diminutas, allá abajo dejando vagar la vista hacia arriba entre los riscos, más arriba aún... a un cielo azul alto, muy alto. 

 Hotel la Perla... ¿por dónde llegar al pueblo de Praiano? El primer día subimos jardín arriba, muy empinado, despacio... y era tal la envergadura entre huertecillos chicos, casas colgadas, pocas, árboles y vegetación encantadora...que decidimos desandar lo andado y vimos que de un recodo del hotel mismo salía una calle, estrecha y  totuosa... pero bella. Salía en realidad un pasillo entre sol y sombra y por él tiramos. ¡Cuál no sería la sorpresa cuando vimos que en esta zona no hay metros, sino escalones para medir los pasos!....¡menos mal que cantaba el ruiseñor por los rincones del aquel laberinto greco-romano!

Pero allí nada es un problema, pues todo se amansa sin darle mayor importancia. Uno se acopla y tira...y todo pasa. Lo importante es no amargarse, sino tirar de la vida, tirar de tu propia sangre y alegrarse.
Eso hicimos y al poco tiempo cabalgábamos por donde hiciera falta  sin reparo alguno y tan contentos. 
Del pueblo su iglesia, la más alegre que he conocido...y el espacio inmenso que rodea su plaza. Y la gracia de los sencillos y bien abastecidos restaurantes, colgados entre los riscos, sobre las rocas, bajo los limoneros muchos y mirando al mar todos. Se vive  de cara al mar, al mar napolitano...a un mar Tirreno...de tierra, digo yo, porque esta gente vive ahí metida como en un milagro.

Cuando vino Josepe a buscarnos nos dio pena marcharnos. No siempre nos ha pasado...y es que en Nápoles hay mucha verdad profunda. Queda aún rescoldo humano.

miércoles, 27 de abril de 2016

Amalfi de Nápoles

La costa de Nápoles es la Amalfitana porque su capital es el pueblo de Amalfi, justo en el centro de una sierra enorme abocada al mar entre un despeñaperros de rocas grises, volcánicas y  algo vesubianas. Llegas a él recorriendo una carretera difícil de curvas concatenadas, que todos transitan con calma entre expertos conductores de autocares de línea, turísticos, taxis y coches particulares y muchas, muchísimas motos y sobre todo vespas. Vespas alegres que parece vuelen entre curva y curva.
Después de discurrir por  la carretera como una serpiente más-o como una de sus miles de lagartijas que apuran el día con su larga cola arriba y abajo- aparece ante ti Amalfi , con una de las pocas playas bañables que ese inóspito litoral pare.
Aparece digo, Amalfi, porque es una aparición ver en medio de tan poco espacio y entre tanta gente un lugar tan delicioso allí anclado como si nada pasase. Amalfi la bella contrasta con la aspereza natural de su costa y se abre alegre y confiada como si tal cosa con ella no fuera, ofreciéndote  un breve paseo entre terrazas al sol y turistas, todo turistas casi, que sonriendo miran el mar como si eso fuera lo más de lo más y ya está. Un mar calmo y acogedor de un Amalfi señor, que te invita a pasar para estar.
Y pasas, subes y bajas, calles arriba...calles abajo, casas colgadas, árboles mediterráneos, pequeños jardines, iglesias, conventos y una Catedral bizantina de tomo y lomo, inesperada y sublime, como no podía ser menos..con su claustro tan puro y auténtico, blanco, blanco y blancos sus muros altos.
 Allí escuchas el rumor de Grecia y sube desde lejos clamando Marruecos harto, sientes ahí la angustia de Túnez...y hasta nuestro estrecho se hace más tenso y más la largo.
 Catedral de todos los pueblos  del Mediterráneo.

miércoles, 6 de abril de 2016

La Pérdida

La gente que se va, quedando su presencia, las vivencias, el cariño compartido, su enseñanza. Aquello único.
Ésa es la pérdida. 

Vivir es irse  deshaciendo conforme crecemos, porque ya no estamos los que fuimos ni vivimos de aquellos encuentros.
 En la vida hay épocas de inicio, a las que siguen otras de abundancia y al final llega el  abandono de cuanto tuvimos...y nosotros también nos iremos.
Todo natural..¿por qué cuesta tanto?

No aprendimos a vivir el cambio como algo normal y nos aferramos a los referentes que creímos eran indisolubles, la familia, los amigos, los amores, las cosas que poseímos...creyendo además que nosotros éramos ellos mismos.

La pérdida enseña su lección magistral: a ir contigo mismo más libre...preparándote para el cambio definitivo...la transmutación esencial, la plenitud del alma una vez se libera de su propio cuerpo.

De cada cual depende vivir esto en paz y contento, agradecido...o cerrado y obtuso, entristecido...y ya en vida muerto.