Estoy sentada al sol en mi pequeña terraza entre las plantas... ciclámenes del frío, el jazmín colgandero, el parterre del Ibiscus y las pinchudas esparragueras que rodean las ventanas.
Hay un silencio en la calle, un pasaje, que permite estar en paz mientras escuchas el piar de los pájaros -aunque los mirlos desde unas obras no cantan como antes- y te invita a sentarte afuera entre la calma los días de este sol, despacio. Delante de mí las terrazas, algunas de ellas con grandes árboles. Un perro saluda casi siempre, es enorme, negro, de raza. Su dueña es una mujer mayor que tiene un dúplex ajardinado muy cuidado, el perro campa arriba y abajo. A veces suena un piano.
Desde esta altura llegan de la calle sonidos de pasos, voces, niños que corren y el afilador a ratos perdidos de vez en cuando. Los coches, las motos, descienden deshilachados con sus dueños ya cansados; la mayoría despacio pues buscan el hueco donde aparcarse.
Porteros uniformados con el mono azul barren su entrada, todas con jardín, a primera hora. Riegan y charlan. Te escudriñan cuando pasas.
Relucen al sol los tejados, brillan algunos entre ropa blanca, que se mece al viento suave...como sin ganas. De tejas la mayoría, chatos, bajos, los hay negros de pizarra.
Al fondo un cielo muy ancho que se pierde entre los pinos, que cimbrean la cumbre chica de un parque alto, circular, que da justo al otro barrio.
Más a lo lejos la calle se abre un trocito al mar bajo la mole oscura del macizo de Montjuich. Tras ella, los trasatlánticos enfilan la orilla del Mediterráneo...blancos, diminutos, casi perdidos por el espacio.
Pero toda manzana lleva un gusano, dicen. En nuestro edificio, que es ancho de entrada, han puesto un bar y andamos algo alterados, por no decir cabreados.
Estamos viendo qué pasa y ya os mantendré informados.
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