lunes, 25 de julio de 2016

Mi hogar también Mercadal.

Este verano sin comerlo ni beberlo me planté en Menorca  tres semanas. Era algo que cada año añoraba, pasar más tiempo en la isla.
Unos días antes de San Juan me dejé caer con mi amigo J. Antonio, amarrados al ancla de un barco y atracando en una madrugada de luna llena, limpia y espléndida, que coqueta saludaba a los cinco faros de sa illa.
Días de azul entre trigales y calas, pinedas, bosques de encinas, olivos y   el blanco espléndido de las casas. Dibujos de horizonte amplísimo de lomas chicas, dulces y redondas, acogedoras.

Pude además pasar sola una semana sin necesidad de más que el estar al ritmo de las horas

La casa chica, el patio, el pueblo diminuto y blanco, y sobre todo el campo. Salir a pasearlo y dejar caer el día degustándolo. Olor de brizna seca, amarilla de verano...el bosque cantado por los pájaros, a lo lejos ganado describiendo la dicha mientras iba mirándolo. Blancos de lomo los muros de piedras perennes de años. El rito del andar en silencio y a solas, sin más afán que el seguir caminando. Dejarse ir al fin, la mente quieta, el alma en paz.

 Agradeciendo estar ahí, sin más necesidad que sentir esa pura levedad del día que se va y tú con él...tomada por el viento suave y ese azul intenso, oscuro, que se funde con el montecillo en la raya de infinito.