Te caes y de golpe la realidad pura y dura entra en tu vida. Siempre ha estado ahí, otras veces la has vivido, pero tus sueños la han ido diluyendo. Construimos mundos amables, nos relacionamos desde el aprecio o cariño, soñamos sueños de amor que nos den cobijo. Vamos así de alguna forma juntos protegiéndonos.
Pero te caes y en ese instante eres totalmente consciente de la realidad real sin miramientos; despiertas de golpe del sueño y te sabes sola y pequeña, indefensa, dolida y tirada en el suelo. Es un segundo. Soñabas hace un momento, alada y airosa, animándote a seguir con pie seguro la ruta de tu camino. En él están los tuyos formando parte del grueso de tus sueños.
Somos solos y al caer esa verdad te deja contra el suelo. Pero te alzas -cuántas veces ya lo has hecho- te recompones peluca y postizos, coges del alma los pedazos bien chicos y pides un taxi, mientras la sangre cálida rezuma desde la herida abierta de tu cuerpo.
Lentamente asumes tu papel de nuevo, aunque maltrecho, y rehaces los datos de tu personalidad, aquello que te ha definido para no sentirte demasiado lejos o perdido. Te reafirmas así nada más llegar al hospital con tu carnet de identidad. Eres de nuevo.
Te fichan y esperas como un saco pesado entre otros muchos sacos que en silencio aguardan a ser también nombrados, recompuestos...y al oir tu nombre e iniciar la cura, sabes que poco a poco te reharás del susto y su amargura, que poco a poco el dolor remitirá y que podrás volver a ser aquélla con la que hilabas sueño de amor y que es básico seguir haciéndolo.
Pero sabes también que ya nunca más serán lo mismo.
Sabes, por fin, que el golpe era salvífico, necesario y a la vez auténtico.
Y agradeces esta oportunidad única de entrar en uno mismo y deshacer tus sueños.