Cada año lo hacemos, es el momento mágico del viaje, porque allí está su silencio y esa pureza única en toda la isla; no hay razón que lo explique o quizá muchas, pero la lógica aquí resta belleza, encantamineto.
Cada vez redescubrimos un espacio único; algarrobos, olivos, sembrados a cada lado del camino junto al muro que los limita, mientras las piedras del suelo, posiblemente de la calzada romana, te llevan de un lado a otro entre suspiros.
El Granado y sus granadas nos quitan la sed y la mirada se extiende extasiadad sobre el paisaje de campos y más campos separados por seculares muros de piedras; canta la Abubilla sacudiendo su penacho, y los pajarillos se esconden alborotados entre los árboles.
Todo es quietud; una lagartija cruza rauda el camino, mientras algún escarabajo mueve perezoso su cuerpo y las garzas se reunen saltarinas en un recodo del camino.
En silencio todo habla, lo escuchamos, mientras nos vamos adentrando poco a poco, como si entráramos en un lugar sagrado, ¿y acaso no lo es?.
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